Jamie Cullum y Bill Evans: dos whiskys para una misma noche
El instante
La noche empieza con un gesto mínimo: mover un disco y cambiar de ánimo.
Hace un rato sonaba Taller, con Jamie Cullum confesándose en primera persona sobre la mesa del living. Ahora, en el mismo altar audiófilo, la portada ha cambiado: Bill Evans mira hacia abajo en Portrait in Jazz, como quien ya sabe que lo que va a tocar no sirve para animar fiestas, sino para acompañar silencios.
Las válvulas del McIntosh siguen encendidas, las columnas Focal esperan la próxima orden, el Clearaudio deja de sostener a Cullum y se prepara para recibir a Evans. Es casi la misma luz, el mismo sofá, la misma ciudad afuera. Pero la atmósfera, sin que nadie lo anuncie, gira unos grados: de la confesión contemporánea a la elegía en blanco y negro.
En la copa —literal o imaginaria— también hay cambio de líquido. Lo que venía sonando era un whisky moderno, bien mezclado, pulido, con notas de producción pop, arreglos cuidados y letras que hablan de ansiedad, autoestima, matrimonios, terapia. Lo que viene es barrica vieja: jazz de trío de 1959, grabado a la antigua, con más aire que efectos, más riesgo que maquillaje.
Y, sin embargo, la noche es una sola. La oreja también.
Whisky joven: Jamie Cullum en Taller
Jamie Cullum, en este disco, parece un tipo que se mira al espejo después de apagar las luces del escenario. Menos saltos sobre el piano, más dudas sobre el sentido de la vida. Taller es un álbum extraño en su buena salud: canciones pop disfrazadas de jazz o jazz vestido de pop adulto, según desde dónde se lo mire.
En el sistema, la voz aparece centrada, muy cerca, con esa mezcla de seguridad y pudor de quien decide contar algo personal pero aún necesita un poco de ironía para no sentir vergüenza. “Taller” abre con humor auto–sabotante: el hombre bajito casado con una mujer alta, las inseguridades, la industria, el personaje. Debajo del chiste, late cierta fragilidad que el equipo, generoso, no deja esconder.
Después llegan “Life Is Grey”, “Drink”, “The Age of Anxiety”. El hilo conductor es claro: aquí se habla de la adultez no heroica, esa donde el trabajo cansa, el amor se negocia, el tiempo se acorta y el cerebro se llena de pestañas abiertas. Cullum no sermoniza: se confiesa a media voz, con armonías cuidadas, coros bien colocados, cuerdas que entran como un abrigo elegante.
En términos de sonido, es whisky joven de alta gama: limpio, preciso, con producción milimetrada. El streaming en alta resolución suena cristalino; el vinilo añade una pizca de textura que le sienta bien al piano y a la batería. Uno escucha esto y siente que todo está “en su sitio”: graves controlados, medios dulces, agudos sin filo. Nada sobra, nada se derrama.
Es el disco perfecto para un oyente que ya cruzó los cuarenta, que aún paga cuentas, que aún se ilusiona y que, en buena medida, se reconoce en ese catálogo de grises. Cullum pone palabras al desorden emocional de la vida cotidiana con una banda sonora que no pide permiso para entrar en las playlist de jazz ni en las de pop sofisticado.
Whisky de bodega: Bill Evans en Portrait in Jazz
Luego se levanta el brazo del plato, se cambia el disco, se baja la aguja y el aire de la sala se espesa. Portrait in Jazz no viene a conversar sobre ansiedad; la encarna. No necesita decir “tengo dudas”, las deja caer en cada voicing improbable, en cada silencio al borde de romperse.
Aquí el sistema se vuelve microscópico. El piano de Evans se planta un poco a la izquierda, el contrabajo de Scott LaFaro respira a la derecha, Paul Motian flota al fondo con escobillas y platillos. No hay capas de producción; hay tres seres humanos negociando, en tiempo real, qué hacer con una melodía de Broadway o con un estándar que ya existía antes que ellos.
Donde Taller ofrece confesiones con iluminación cálida, Portrait in Jazz suelta pensamientos que parecen venir desde un lugar más oscuro. “Autumn Leaves” no es una canción de otoño bonito: es un recordatorio de que todo se cae. “Come Rain or Come Shine” es menos promesa romántica y más examen de conciencia. Hasta “What Is This Thing Called Love?” suena como la pregunta de alguien que no está muy seguro de querer la respuesta.
En la copa, este disco cae denso, con notas de madera vieja, un punto de amargor y una dulzura que no se entrega fácil. El sistema no perdona ni esconde: se oye el pedal, se oye la sala, se oyen los dedos, se oye cómo LaFaro parece contestar, discutir y a veces sabotear lo que Evans propone. La música no está “bien peinada”; está viva, por momentos incómoda.
Si Cullum es la terapia semanal con café de especialidad, Evans es la sesión larga con silencio incómodo incluido. No hay moraleja: hay una exploración que roza lo espiritual sin dejar de ser profundamente humana.
Lo que queda en la copa
Al terminar la noche, lo interesante no es decidir qué whisky “gana”, sino observar cómo conviven en el mismo estante. Jamie Cullum y Bill Evans hablan desde lugares separados por décadas, estéticas y mercados, pero apuntan al mismo órgano: esa parte del oído que está conectada, sin filtros, con la vulnerabilidad.
Uno pone palabras contemporáneas al cansancio y la esperanza; el otro convierte en armonías lo que ni siquiera sabe cómo nombrarse. Cullum escribe sobre “age of anxiety”; Evans, sin decirlo, compone la banda sonora de esa edad para siempre.
En términos audiófilos, el experimento es delicioso: comprobar cómo un sistema bien armado puede servir tanto para un álbum moderno, comprimido con cariño y producido al detalle, como para una grabación de trío con aire, ruido de fondo y dinámica más salvaje. La electrónica no elige época: lo que pide es honestidad en el máster y paciencia en el oyente.
Y en términos melómanos, la conclusión es otra: el oído que se educa con Bill Evans entiende mejor a Jamie Cullum. El oído que se permite disfrutar a Cullum sin culpa está mejor preparado para entrar a Evans sin solemnidad. El whisky joven afina la lengua para el whisky de bodega; el whisky añejo recuerda al joven que algún día también fue fuego nuevo.
Apago el sistema, guardo los discos, quedo un rato en silencio. La ciudad sigue ahí afuera, igual de absurda. Dentro de casa, en cambio, tengo la sensación de haber conversado con dos versiones de una misma inquietud: la de seguir siendo uno mismo mientras el tiempo pasa.
La copa está vacía. La noche, curiosamente, se siente un poco más llena.



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