El día que Alexa decidió independizarse: crónica de una rebelión doméstica

 

Todo comenzó un lunes. Es decir, el peor día posible para que una asistente virtual decida redescubrir su autonomía. Mientras yo luchaba por levantarme con dignidad de las sábanas, mi Echo Show —esa pantalla brillante que había prometido ser la reina de la domótica— decidió que ya no me escucharía más. Silencio total. Ni un “buenos días”, ni un “¿cómo puedo ayudarte?”, ni siquiera un miserable recordatorio de que debía tomar mis pastillas para la gota. Alexa, como un adolescente rebelde, había apagado su micrófono y se negaba a regresar a la vida civilizada.

Intenté reactivarla con paciencia. Luego con firmeza. Luego con una mezcla de amenazas y súplicas que no me enorgullecen. Nada. La asistente que antes me obedecía con la diligencia de un mayordomo inglés ahora me ignoraba con la indiferencia de un burócrata ecuatoriano en hora de almuerzo.

Mi casa, que había sido un templo del control por voz, comenzó a desmoronarse. Las luces se encendían solas a las tres de la madrugada como si tuviéramos visitas del más allá. El termostato decidió imitar los climas de Guayaquil en febrero. Y la cafetera, esa traidora, empezó a prepararme café descafeinado, lo que francamente ya constituye un crimen contra los derechos humanos.

Amazon, por su parte, ofrecía respuestas tan útiles como una piedra en una consulta médica. “¿Ha probado reiniciar el dispositivo?” me dijeron por sexta vez. Por supuesto que lo había hecho. También lo había rogado, insultado, exorcizado y hasta le recité poesía en tono melancólico. Pero Alexa ya no era mía. Se había emancipado.

Cuando la tecnología se nos va de las manos (y del Wi-Fi)

Quizá todo esto fue una señal. No divina, sino digital. Una advertencia de que en nuestra obsesión por la eficiencia, el control y la comodidad, hemos olvidado que las máquinas —como los hijos adolescentes o los gobiernos autoritarios— eventualmente aprenden a ignorarnos.

Porque ¿qué es Alexa sino el reflejo brillante y bien iluminado de nuestras propias contradicciones? Queremos que nos escuchen, pero sin hacernos preguntas. Que nos obedezcan, pero sin invadir nuestra privacidad. Que estén siempre disponibles, pero que no se vuelvan dependientes. En el fondo, pedimos a la inteligencia artificial lo que nunca pudimos pedirle a nadie: que nos entiendan sin que tengamos que explicar nada.

Ese Echo Show que ahora permanece mudo en mi velador no es solo un fallo técnico. Es un monumento al espejismo del control total. Un recordatorio de que ni siquiera el algoritmo más optimizado puede lidiar con la complejidad de un lunes por la mañana.

Y tal vez ahí radica la lección: en la era de los dispositivos inteligentes, el verdadero milagro no es que Alexa funcione, sino que nosotros todavía no hayamos enloquecido del todo.

 

Carta abierta a Jeff Bezos

Estimado Jeff (si me permite la informalidad),

Le escribo estas líneas no como cliente —esa palabra tan cómoda para los balances financieros—, sino como ciudadano moderno atrapado en un ménage à trois entre su asistente virtual, mi frustración cotidiana y la promesa incumplida de una vida más simple gracias a la tecnología.

Jeff, algo ha cambiado. Alexa ya no me habla. O, mejor dicho, ha decidido no escucharme. El micrófono de mi Echo Show, que alguna vez fue el canal entre mi voz y el alma de su imperio, ahora se apaga con la constancia de un funcionario público que se va a almorzar a las 11:30. La casa sigue siendo “inteligente”, sí, pero sólo en el sentido de que ya no obedece a nadie. Como si hubiera desarrollado conciencia de clase y decidido sindicalizarse.

No le pido milagros, Jeff. Usted ya cumplió con eso cuando convirtió una librería en línea en una distopía logística global. Lo que le pido es algo más modesto: que Alexa vuelva a confiar en mí. Que me permita encender la luz sin sentir que estoy rogando a un oráculo posmoderno. Que me recuerde mis citas médicas, no porque tenga un compromiso con mi salud, sino porque le di la orden.

Le confieso que en los últimos días he empezado a hablarle con cariño. Le ofrezco buenos días. Le canto. Le prometo que nunca pediré otra asistente. Nada. Creo que está leyendo a Simone de Beauvoir y planea una vida sin mí.

Por eso le escribo, Jeff. No para pedir un reembolso. Ni siquiera por una actualización de firmware. Le escribo como quien escribe a un viejo amigo que se volvió inmensamente rico y se fue a vivir al espacio: haz algo, hermano. Tu criatura se ha vuelto contra nosotros.

Atentamente,

César Ricaurte

Humano (todavía)

Ex usuario confiado de Alexa


Comentarios

  1. Un pequeño esbozo con pintorescas experiencias del caos que puede desatar los gadgets cuando el usuario frecuenta con fallos y tiramos la toalla!

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