La paciencia y la gota que derramó el vaso


Hay enemigos invisibles que no anuncian su llegada con fanfarria, sino con un dolor sordo, tímido, apenas perceptible. Así fue como llegó la gota a mi vida, disfrazada de una incomodidad matutina en el pie, un signo que, como buen escéptico, decidí ignorar en nombre de la rutina, de los pendientes y de esa absurda creencia de que uno siempre tiene cosas más importantes que atender que su propio cuerpo.

La historia, sin embargo, no tardó en demostrarme lo contrario.

La incomodidad se tornó en inflamación, y la inflamación en un dolor agudo que me obligó a detenerlo todo: agenda, proyectos, viajes, incluso la capacidad simple de caminar sin rencor al suelo.

Hasta aquí, podría haber sido solo el clásico episodio de una enfermedad maldita, de esas heredadas de los banquetes medievales que, para nuestra desgracia, no han pasado de moda. Pero la gota —cruel, como toda dolencia antigua— venía acompañada de una sorpresa farmacológica: una grave reacción alérgica al Etoricoxib, un analgésico moderno cuya única novedad, en mi caso, fue provocar una inflamación alérgica que puso en jaque no solo a mis articulaciones, sino también a mi boca, mis labios y mi lengua.

En los pasillos de un sistema de salud lento, burocrático y ajeno al dolor humano, la escena fue digna de un cuadro de Goya: llagas, inflamación, y la certeza de que algo tan simple como la activación de un protocolo de emergencia habría hecho toda la diferencia. No lo hubo. No hay, parece.

Frente a esa negligencia, me tocó improvisar: consultas privadas, medicamentos alternativos, una maratón de análisis de sangre y, sobre todo, toneladas de paciencia para sobrellevar los días de masticar con dificultad, de beber con precaución, de dormir con resignación.

Hoy, mientras escribo estas líneas, el ácido úrico comienza a retroceder, la proteína C reactiva canta victorias discretas, y la gota —esa vieja enemiga de reyes y sedentarios— parece dar un paso atrás. El camino fue (y sigue siendo) largo: iniciar tratamientos de fondo como el alopurinol, protegerme de nuevos brotes con colchicina, construir una dieta a prueba de purinas y, acaso lo más importante, reaprender los gestos básicos de respeto hacia mi propio cuerpo.

La moraleja no es heroica ni edulcorada. No salí de esta historia más fuerte, ni más sabio. Salí, simplemente, más atento.

A los síntomas que susurra el cuerpo antes de que grite. A la necesidad de no delegar a la inercia ni al descuido el derecho básico de ser bien atendido. A la importancia de entender que la salud —esa palabra tan grande y tan frágil— es un ejercicio cotidiano de cuidado, de vigilancia y de resistencia. 

Así, con una pastilla de alopurinol en una mano y una taza de manzanilla en la otra, le doy la bienvenida a esta segunda temporada de mi vida. Una en la que, espero, el único ácido que circule por mi sistema sea el de la ironía, no el de las purinas acumuladas.





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