El fin de los brujos políticos y el dilema de Noboa: ¿diálogo o caos?



#YaNadieEsDueñoDelVotoCiudadano.

Ese debería ser el nuevo tatuaje institucional del sistema político ecuatoriano. No es un eslogan de consultora ni una frase para X, sino una verdad impresa en las urnas del 16 de noviembre. El voto ciudadano ya no responde a amos ni a cábalas. Ha dejado de dejarse encantar por brujos del marketing político y ya no se entrega a fórmulas heredadas. El voto flota, observa, se irrita, se entusiasma, castiga, premia y vuelve a castigar. Hoy te elige como mal menor, mañana te expulsa como fraude moral.

El referéndum perdido por Daniel Noboa no fue solo un revés gubernamental. Fue un zarpazo transversal a toda estructura política que se cree heredera natural de la voluntad popular. Fue un mensaje directo a partidos, movimientos y caudillos que aún actúan como si el pueblo fuese un cliente ciego. No lo es. Y si alguna vez lo fue, ya no. Por lo tanto, correistas abstenerse de reivindicar victoria alguna: ustedes no son mas que zombies de la vida y la política.

Mientras Ecuador escribía ese “No” en las papeletas, al otro lado del continente la Generación Z mexicana tomaba las calles bajo banderas de México… y de One Piece. El contraste parece un chiste, pero el mensaje es serio: el nuevo electorado ya no escucha a encuestadoras ni a editorialistas. Responde a códigos propios. Es horizontal, contradictorio, indomable. Y está empezando a cruzar fronteras.

La pregunta es inevitable: ¿cuánto de ese ADN Gen Z —desconfiado, ágil, irreverente— se coló en el rechazo a Noboa? ¿Cuánto de este “No” fue también una declaración de identidad frente a un poder que no escucha y pretende gobernar por decreto, video y ocurrencia? Tal vez no llevaban pancartas de anime. Pero sí un mensaje de fondo: ya no somos tuyos. No somos de nadie.

Y si aún quedan gurús políticos autoproclamados que no comprenden este nuevo lenguaje, que se den por notificados: ha llegado el final de su era. No entendieron nada. Y el electorado ya no espera explicaciones. Así que aquí no daremos explicaciones, sino preguntas con respuestas incómodas. Son muchas, pero las he agrupado en cinco movimientos.

1. El rechazo a un modelo autoritario sin resultados

Cuando las urnas hablaron el 16 de noviembre, no respondieron a un conjunto de preguntas técnicas. Fue un portazo. Un corte de cuentas a un modelo que prometía orden y solo ofreció abandono.

La violencia adquirió rostro propio. En 2023, la tasa de homicidios alcanzó los 45,7 por cada 100.000 habitantes. Entre enero y julio de 2025, los asesinatos subieron un 40 % respecto al año anterior: 5.268 vidas truncadas. No era una crisis latente. Era una emergencia en la calle, en la noche sin regreso, en el silencio de quienes dejaron de volver a casa.

La pobreza también regresó, obstinada, al centro del escenario. Para 2025 se proyectó que el 29,2 % de la población viviría bajo la línea de pobreza. El desempleo declarado rondaba el 4 %, pero lo que dolía era la precariedad: más del 58 % trabajaba sin beneficios, sin seguridad, con ingresos que promedian los 354 dólares mensuales. Nadie pedía utopías. Solo que lo básico se cumpla. Y no se cumplía.

El Gobierno caminaba esas calles con su guion de cuatro preguntas relámpago, sin mapa, sin contexto, sin contorno. Pedir una Asamblea Constituyente sin explicar qué se quiere construir. Proponer recortar la Asamblea cuando los hospitales siguen colapsados. Invitar bases militares extranjeras mientras la inseguridad sigue horadando los barrios. Todo eso empezó a parecer decorado precario ante una realidad implacable.

El mensaje fue nítido: no creemos en la mano dura que se disfraza de eficiencia, en las promesas sin base, en la modernización sin rostro humano. No fue una derrota técnica. Fue una advertencia política. Gobernar sí, pero primero responder. Corregir, demostrar, no concentrar. Porque hoy, el respaldo es condicional. Y para los que aún creen que el voto es un cheque en blanco, el mensaje es el mismo: #YaNadieEsDueñoDelVotoCiudadano.

2. La factura del paro nacional y la represión

El paro nacional de septiembre no fue un episodio aislado, sino el espejo roto del poder cuando opta por el espolón antes que por el argumento. La protesta indígena contra la eliminación del subsidio al diésel derivó en bloqueos, marchas y frentes abiertos. El Ejecutivo respondió con estado de excepción, militares en las calles, detenciones arbitrarias.

No era guerra contra bandas criminales —aunque se quiso vender así—. Era fuerza pública desplegada contra ciudadanos que pedían ser escuchados. En Otavalo, en Quito, en la Panamericana, la militarización se plantó en la puerta de casa. Se documentaron 377 casos de vulneraciones a derechos humanos, al menos dos muertos, más de 296 heridos, detenciones sin debido proceso.

Pero no se detuvo ahí. El poder también apuntó a la prensa, a las organizaciones indígenas, a la sociedad civil. Las agresiones fueron sistemáticas: requisaron equipos, bloquearon señales, congelaron cuentas bancarias. Fundamedios registró más de 54 ataques a la libertad de expresión durante el paro.

La represión no fue un error: fue doctrina. La ecuación era clara: fuerza igual obediencia, silencio igual control. Y la ciudadanía lo entendió. No se votó solo contra una consulta. Se votó contra una forma de gobernar: cerrada, vertical, sorda.

La verdadera factura del paro no se pagó en las barricadas. Se pagó en las urnas. Porque el país, incluso el que no marchó, observó. Y entendió que el gobierno se empezaba a deslizar hacia el “ellos vs. nosotros”. En ese marco, la democracia deja de ser derecho y se vuelve resistencia.

3. La política exterior sin beneficios reales

El “nuevo Ecuador” que el Gobierno prometió construir con sus aliados internacionales se convirtió en un teatro de espejos. Mientras en Washington se firmaba un acuerdo marco de comercio con aires de gesta democrática, en casa no se veían los beneficios. Mientras en Pekín se prometían inversiones estratégicas, crecía el endeudamiento y la opacidad.

Se habló de seguridad, de bases militares, de cooperación. Pero en los barrios la inseguridad seguía reinando. Se habló de exportaciones. Pero el camarón, el banano, la pesca artesanal seguían marginados. Se habló de tratados. Pero el empleo no apareció.

El electorado no compró el espectáculo. La política exterior no puede ser un desfile de selfies con líderes globales si no se traduce en transporte seguro, centros de salud funcionales, empleo tangible. No basta con abrir puertos si adentro todo se sigue hundiendo.

La ciudadanía fue clara: no rechaza al mundo. Rechaza una política exterior que no toca su realidad. Y cuando la globalización se vuelve excusa, cuando los acuerdos se firman con tinta invisible para el pueblo, entonces, como sucedió el 16 de noviembre, se cierra la puerta.

4. Un voto por la democracia y la moderación

A pesar del golpe al gobierno, el país no eligió el caos. Votó con una moderación radical. Dijo “no” sin convocar a la destitución. Rechazó el modelo, pero no el mandato. Exigió corrección, no ruptura.

El votante quiso conjurar dos fantasmas a la vez: el autoritarismo emergente y el retorno al autoritarismo pasado. Rechazó los atajos institucionales, pero también los delirios constituyentes. Eligió el camino lento, vigilado, difícil.

Este voto no fue castigo impulsivo. Fue una advertencia meticulosa: el poder se legitima a diario, no con likes ni con propaganda. El gobierno sigue, pero ya no con la misma brújula. Y si quiere avanzar, debe redefinir el rumbo.

El voto, hoy, es servicio. No patrimonio. No herencia. Y los que aún lo creen suyo por defecto tendrán que repensarlo todo. Porque en este país que dice “no” sin caer en la trampa del colapso, lo que emerge es otra forma de gobernar: más sobria, más vigilada, más ética.

5. La comunicación gubernamental: un desastre autoinfligido

El mayor fracaso no fue lo que se hizo, sino lo que no se supo contar. El gobierno confundió propaganda con relato, formato con mensaje, y creyó que un TikTok presidencial podía sustituir la política.

En medio del caos social, los anuncios seguían flotando en la superficie, sin anclar en la experiencia concreta del ciudadano. No se explicó la consulta. No se detalló la Constituyente. No se tradujo el discurso en respuestas.

La ciudadanía no solo quiere ser informada: quiere ser respetada. Y cuando se le comunica con filtros, con metáforas huecas, con campañas sin contexto, responde con desconfianza.

Ese fue el precio de una comunicación ensimismada: descreimiento, distancia, desafección. Lo que se perdió no fue solo el referéndum. Se perdió la palabra pública. Y sin palabra creíble, no hay gobierno que resista.

Epílogo: la tentación de huir hacia adelante

Noboa está frente a su dilema. O rectifica el rumbo, se democratiza, abre el diálogo con quienes no comparten su visión, pero sí sus valores de base; o se lanza por la pendiente que Giuliano da Empoli describe en La hora de los depredadores: el caos como estrategia, la confusión como plan, la improvisación como ideología.

Porque no se dialoga con el crimen organizado, ni con sus voceros, ni con sus adláteres. Aunque el gobierno no siempre ha mostrado asco ante algunos de ellos.

Y ahí está la Generación Z. No como actor decorativo, sino como tribunal. No como audiencia, sino como archivo viviente. Lo ve todo. Lo recuerda todo. Y no tiene miedo de actuar. Veamos lo que pasó el mismo día que acá íbamos a las urnas. 

¿Elegirá Noboa el camino de la corrección democrática o el de la fuga hacia el abismo? ¿Revisará su estrategia o se entregará a la embriaguez de los autoritarios nuevos?

La respuesta aún no está escrita. Pero esta vez, los ojos que observan ya no parpadean. Y el voto, ese animal nómada y feroz, está más despierto que nunca.


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