La paciencia y la gota que derramó el vaso

Hay enemigos invisibles que no anuncian su llegada con fanfarria, sino con un dolor sordo, tímido, apenas perceptible. Así fue como llegó la gota a mi vida, disfrazada de una incomodidad matutina en el pie, un signo que, como buen escéptico, decidí ignorar en nombre de la rutina, de los pendientes y de esa absurda creencia de que uno siempre tiene cosas más importantes que atender que su propio cuerpo. La historia, sin embargo, no tardó en demostrarme lo contrario. La incomodidad se tornó en inflamación, y la inflamación en un dolor agudo que me obligó a detenerlo todo: agenda, proyectos, viajes, incluso la capacidad simple de caminar sin rencor al suelo. Hasta aquí, podría haber sido solo el clásico episodio de una enfermedad maldita, de esas heredadas de los banquetes medievales que, para nuestra desgracia, no han pasado de moda. Pero la gota —cruel, como toda dolencia antigua— venía acompañada de una sorpresa farmacológica: una grave reacción alérgica al Etoricoxib, un analgésico mo...